¡Ayó, mamá!

Hace ya unos años que mi hermano mayor decidió independizarse por primera vez (es que en casa somos de los que nos independizamos varias veces; otro día os lo cuento.) Tendría veinte y pocos años. Era verano, y mientras el muchacho pasaba su agosto en Ikea, mi madre y yo disfrutábamos de las vacaciones en el apartamento de la playa. Una mañana, mientras tomábamos el sol en el jardín se nos acercó una vecina, que empatizaba con mi madre. Le comentó que su hijo también se independizaba, y compartía con nosotras la tristeza que aquella situación le producía: que si da tanta pena, que cómo se nota el nido vacío, que cómo pasa el tiempo, y así hasta que rompió a llorar, la pobre mujer. Mi madre asentía, e intentaba consolarla, expresando lo mucho que la entendía, hasta que por fin se le ocurrió preguntarle: «reina, ¿cuántos años tiene tu hijo?» A lo que ésta le responde:  «cuarenta y tres». Y menos mal que yo me había ido a buscar un refresco, porque si llego a estar delante no hubiese tenido la serenidad de mi madre, y es probable que me hubiese descoyunturado en su cara, totalmente empapada en llanto.

Pues bien, hoy ya no me hace tanta gracia porque cuando hemos llegado a la guarde, en vez de llorar y mirarme con esos ojitos que parecen decir «no me abandones mamá», R me ha mirado y ha dicho «¡Ayó!» con una sonrisa de par en par. Luego, le ha cogido la mano a la señorita y a mí me ha cerrado la puerta en las narices. Ni un puchero. Ni una lagrimita. Ni esos ojitos. Me ha soltado la mano como si nada. Hoy mi pequeño R se ha independizado un poquito también.